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Nociones esenciales para entender los trastornos mentales

La prevalencia de los trastornos mentales es alarmante, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 1 de cada 4 personas sufrirá un trastorno mental a lo largo de su vida, además, son la primera causa mundial de discapacidad. No es de sorprenderse que la mayoría de nosotros tengamos algún conocido, cercano o distante, padeciendo los estragos de alguna enfermedad mental. Además, la OMS reporta que en países en desarrollo, como México, de un 75 % a un 85 % de la población con trastorno mental no tiene acceso a ninguna forma de tratamiento.
Es importante considerar que tanto la nosología – que se encarga de describir, diferenciar y clasificar las enfermedades– como la epidemiología de las enfermedades mentales es inseparable de su conceptualización. Esto no significa que el proceso patológico no sea auténtico, simplemente resultan difíciles de definir ya que están condicionados por factores históricos y culturales. Así por ejemplo, lo que ahora se conceptualiza como un esquizofrénico desde una concepción religiosa pudo haberse considerado como un “poseído”, “mesías” o “chamán”; con consecuencias psicosociales totalmente distintas. De forma similar ocurrió con la “histeria”, un desorden que estaba conceptualmente anclado a las creencias de esa época sobre la anatomía femenina y que actualmente tienen poca relevancia clínica. Por eso, algunos estudiosos insisten que el análisis antropológico e histórico de la enfermedad mental forzozamente incluye un análisis de discurso. Para una discusión más detallada recomiendo este buen texto de José Carlos Bermejo.
En la actualidad, la medicina, y en especial, la psiquiatría dominan – por así decirlo– el discurso de las enfermedades mentales. Los criterios diagnósticos y taxonómicos se encuentran compilados y consensuados en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM) de la Sociedad Estadounidense de Psiquiatría. Sin embargo, no debemos olvidar que a diferencia de muchas otras enfermedades orgánicas, ninguno de los trastornos mentales cuentan con una prueba de laboratorio para confirmar su diagnóstico. En su lugar, los psiquiatras y psicólogos guían sus diagnósticos mediante reportes de síntomas clínicos bastante subjetivos, para luego, hallar una correspondencia con criterios descritos en el DSM. Hasta el momento, el manual va en la quinta edición, varios diagnósticos han aparecido y desaparecido o han sido reorganizados, como la homosexualidad – que ahora es considerada una conducta normal– o los subtipos de la esquizofrenia y el autismo.
Recientemente surgió una debate feroz entre los críticos del DSM y los que apoyan su taxonomía. Inclusive entregaron peticiones a los equipos encargados de producir la quinta edición del manual para que reconsideraran las modificaciones. Esencialmente, mucha de las críticas ponen en duda la validez y la confiabilidad de los diagnósticos. ¿Qué significa esto? Los diagnósticos psiquiátricos tienen poca validez porque no se ha encontrado correspondencia con ningún fenotipo biólogico específico. Por el contrario, la comorbilidad es bastante frecuente, es decir; que aunque se diagnostique un trastorno primario, existen uno o más trastornos psiquiátricos adicionales. Como ejemplo tenemos a la ansiedad y la depresión, que tienen una comorbilidad tan alta que se vuelve factible preguntar: ¿son realmente la depresión y la ansiedad una o dos categorías distintas? o ¿los pacientes con ansiedad y depresión comórbida son en sí mismos una tercera categoría? Un cuestionamiento similar puede darse entre el trastorno bipolar y la esquizofrenia. Y podríamos extendernos en este debate de validez pero pasemos a la siguiente crítica, y por un momento aceptemos la taxonomía propuesta; incluso así, el DSM tiene un problema de confiabilidad. Este problema se deriva del hecho de que un mismo paciente puede recibir diferentes diagnósticos si visita diferentes psiquiatras. Como no existen pruebas de laboratorio con marcardores biológicos confiables, es posible y común, que entre psiquiatras no concuerden de forma independiente con el diagnóstico. Además no existen parámetros para poder predecir el curso de la enfermedad, ni indicadores que puedan orientar al clínico sobre el tratamiento más adecuado para el paciente y mucho menos una medida confiable que pueda disociar a los que tienen síntomas en rangos normales de los que no. Debido a esto el riesgo de falsos positivos es bastante alto, es decir; fácilmente se puede sobrediagnosticar a la población. A ese respecto, uno puede preguntarse si el aumento estratosférico del diagnóstico por depresión y del trastorno por déficit de atención con hiperactividad en los últimos años, en realidad esconde un gran número de falsos positivos.
Más allá de si el diagnóstico puede generar un estigma infundado o no, el problema se extiende a los tratamientos farmacológicos; con ellos se asume que la etiología o la causa de la enfermedad se encuentra en la interacción entre un determinado receptor y su neurotransmisor o ligando. Sobra decir que esta es una visión reduccionista y con poca validez de la enfermedad, básicamente porque no se ha encontrado una correspondencia inequívoca entre un sistema de neurotransmisor y alguna enfermedad mental específica. Se sabe de antemano que otros factores influyen en el desarrollo de la enfermedad, tales como: diferencias anatómicas y de interacción entre las áreas del cerebro, procesos compensatorios, respuestas idiosincráticas a los medicamentos, la trayectoria de desarrollo, las influencias genéticas y especialmente; los factores contextuales, como la pérdida de un ser querido, una separación, el desempleo, problemas económicos, entre otros. Además, si bien es cierto que los tratamientos farmacológicos ayudan a aliviar ciertos síntomas psicopatológicos, tampoco podemos negar que algunas veces tienen efectos secundarios tan devastadores como la misma enfermedad mental.
En respuesta a las críticas, el Instituto Nacional de Salud Mental estadounidense (National Institute of Mental Health, NIMH) decidió retirar su apoyo al DSM, en su lugar, ahora busca apoyar líneas de investigación que se enfoquen a dominios específicos de la patología mental. Este programa científico pretende construir una matriz que relacione variables a nivel biológico como los genes, las células, los circuitos neurales con dimensiones comportamentales, cognitivas y sociales. Bajo este marco conceptual, ya no se estudiaría la ansiedad sino el circuito neural asociado al miedo, por citar un ejemplo.
Otras voces también llaman a dejar de considerar los trastornos mentales como categorías discretas, y conceptualizarlas en un espectro o continuo. No negamos que esta postura haría más evidente el hecho de que no existen cortes limpios entre la experiencia normal y patológica. Al mismo tiempo motivaría a conceptualizar los trastornos mentales no sólo como déficits cerebrales sino también como adaptaciones en respuesta a dificultades que se nos presentan en la vida. Orillando a que las intervenciones no sólo fueran farmacológicas, sino también psicológicas y sociales.
Aunque parezca que estoy pintando un panorama desolador, a veces es mejor aceptar con humildad lo que no sabemos y ayudar al paciente a dimensionar sus opciones. Mi consejo práctico es: nunca aceptar como verdad absoluta un diagnóstico psiquiátrico, particularmente si fue dado después de una breve entrevista. Hay que mantenerse informados, procurar hacer muchas preguntas a los profesionales de la salud; y si las respuestas no llegan a satisfacer, consultar una segunda, tercera o cuarta opinión. También recordar que la enfermedad mental está situada en un contexto psicosocial, por lo que es importante procurar apoyo psicológico, y no sólo conformarse con el tratamiento farmacológico.

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